martes, abril 04, 2006

Males que no duelen...

Nuestra existencia siempre está supeditada por las trágicas circunstancias que nos tiene preparadas esa señora ingrata que se llama vida. Porque estamos claros que, cuando la banda sonora de nuestra existencia se comienza a entristecer, esa es una mala señal. Una señal que estamos prohibiendo nuestra fatídica vida. O que somos uno de aquellos excéntricos bipolares, que maldicen su devenir, al lado de una buena botella de alcohol.

Además, cuando se sabe que los recuerdos se transformaran en un inexplicable dolor estomacal, hay que vivirlos como debe ser. Llorando. “Chao, suerte, que te vaya bien”, dijo mirándome fijo con ese desagradable tono de las desagradables despedidas. Sacó un disco del trovador hispano Ismael Serrano y me lo dio sin ocupar ningún sentimiento, sin ocupar ningún papel de regalo, sin conocer ni siquiera quien era Ismael Serrano.

Como era lógico: cuando mis vacaciones se acabaran, las de Lissette correrían la misma desgraciada suerte. Ella volvería a su exclusiva empresa periodística de circulación nacional- un ejemplo de lo que significa hacer del periodismo un cabaret-, repleto de aquellas compañeras con sus ajustados vestidos negros y tacones altos incluidos. Y yo a mi computadora personal llena de solitarios recuerdos para hacerme cargo de la última gran obra maestra; escribir sobre olvidos.

A esa altura de las circunstancias, no sabía quién de los dos estaba a punto de entrar al infierno, pero tenía fundadas sospechas de que era yo. Eso me lo indicaba el que constantemente me estaba bañando con la sangre que quedó en aquellas sabanas en las que juntos nos demostrábamos quien éramos el uno para el otro.

En ese instante me acordé de mi amigo Juan Pablo, soñador de sueños y erudito en descansos, - como le decimos- siempre me dijo que su trabajo soñado era ser fotógrafo de cualquiera de esas revistas donde las mujeres son objetos de miradas ajenas. O poeta nocturno de un pueblo fantasma donde la masa fuera contraria a su sexo.

Yo en tanto, soñaba con ser un maldito rockero famoso, con decenas de vasos de roncola o deportista de las altas competiciones. De aquellos que a los 20 años juegan en el Real Madrid y ya tienen la vida asegurada tan sólo con estampar su firma en un papel que vale millones.

Mi semana comenzaba con viajes dentro y fuera de santiago, entrevistando a señores que juegan ese deporte elitista llamado golf. Mis pulmones me reclamaban que necesitaban este purificador aire que tenemos en nuestra apacible capital chilena. Con tanto puerto y olor a especimenes marinos, me doy cuenta que la bienvenida a la quinta región me la daba el hecho de que estando mirando desde el balcón del hotel mi propia vida no había llegado a buen puerto desde hace mucho rato y sólo ha sido seducida por algunas caderas, pero por ningún corazón. Bueno, al menos eso creía.

El disco “La hija de la lagrima” de Charly García le ponía música al departamento. La única luz que alumbraba eran las de la pantalla de mi computadora, además de las del equipo. A lo lejos se veía también ese maldito foco del poste que en ocasiones me da risa. Escribía sobre esa nueva raza de mujeres sin sentimientos, que llamo “Descontentos”.

Esas que ya no nos necesitan, viven solas, se cocinan para ellas, bailan con la mejor amiga en la disco, se compran ropa cara para mirárselas al espejo, van a restoranes sólo por asunto de trabajo o a algún bar a levantarse a un tipo que “esté bueno, no sea tan tonto y al otro día se vaya temprano sin hacer preguntas”.

Las que prefieren masturbarse viendo Sex And The City que enamorarse como en las viejas comedias de Jack Lemmon y Shirley MacLaine. Justo estaba pensando en una de esas películas. En la del tipo que tenía un departamento de soltero y se lo prestaba a todos los jefes para que fueran con sus amantes a condición de ascenderlo en la pega, hasta que se enamora de la ascensorista y su vida cambia.

En realidad estaba en otro lado cuando levanté la cabeza y vi a “aquellas manos, a aquella mujer” que pasaba de la mano de aquel afortunado. Ella miro para arriba y cuando me saludó y me dije como se llamaba. Sólo atiné a decir que era el mejor dolor que había tenido al frente en mucho tiempo. Ella, sin duda era una señal, la había visto.

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